No hay mujer que sea capaz de entender tan grande delicia: el de rascarse las bolas.
¿Hay algo más supremo que esto? Sinceramente lo dudo.
Y es que la rascada matinal es parte de una rutina que ha trascendido del individuo al género: es casi dogmático, un ritual que, sin contexto social ni cultural, ha existido desde la eternidad del hombre.
Es la molicie del hombre este ocio esférico y dual, que en un movimiento preciso entre la caricia y el dolor, logra el placer exacto...
Adormilado se levanta -sin darse cuenta de lo que hace, pues la rutina lo ha condicionado cual perro de Skinner- y, en un movimiento instintivo, su mano se desliza dentro de su pantalón. Se rasca con la impaciencia del recién despierto que sólo piensa en volver a la cama, y sin retirar su mano del pantalón, procede a explorar, en la misma acción placentera, zonas posteriores de su cuerpo. Aquella mano, una vez olisqueada, será la misma que restriegue ojos y rasque cabezas, que abra puertas de baños y tape bocas bostezantes. Serán esas manos las que hagan desayunos, toquen fierros de metro, y -esperando siempre que sean las menos- serán también las manos que saludes en la mañana.
¿Cómo explicar tan grande goce y regocijo a quién nunca ha podido disfrutar de aquello? ¡Desgraciados los eunucos! No hay voz tan hermosa que pueda compararse a esta sutil fruición.
Ni siquiera los placeres de la carne femenina le son comparables, y es por esto que ellas -las féminas- en actitud desdeñosa, repudian tan natural acto.
Envidiosas.
No comprenden, y por eso les carcome la locura de la ignorancia: "no puede ser que algo como 'eso' le de tanta satisfacción a un hombre".
Se vuelven locas, bufando y girando los ojos, o alzando las palmas y la vista al cielo exclaman: "¡Hombres!", "Ay, que asco" o "No puedo creer que alguien haya escrito este artículo".
¡Entiéndanlo mujeres: no pueden entenderlo! Ellos no son sólo partes del cuerpo, sino que son nuestros compañeros, nuestros amigos, nuestros partners... ¡Algunos hasta tienen nombres! Por eso sentimos especial empatía al ver que otro hombre se golpea los 'gemelos': se nos encogen los nuestros, se nos arruga la cara, como si fuesemos nosotros a quienes nos duele, nos encorvamos hacia delante como queriendo protegerlos del peligro y exclamamos el clásico "(La típica s aspirada: hhsss) ¡Ay conchetumadre, que dolor...! oh, pobre weón".
Entiendan mujeres que no pueden entender el placer de tener y rascarse las bolas.
Y eso está bien. Es bueno ser hombre.